¿Quién se levanta
primero —se preguntaba la niña—, el sol o mi padre?
Como a la niña le
gustaba dormir más que vivir, nunca lo pudo averiguar. El hecho es
que cuando se levantaba ella su padre siempre estaba en pie, ya
trabajando desde hacía muchas horas. Su padre le decía que se había
levantado antes que el sol; le decía que el porvenir pertenece a los
que se levantan temprano, que los que duermen cuando el sol brilla
son unos perezosos.
La niña no se percibía
como perezosa porque sabía que no se trataba de pereza sino de peso.
Había un peso sobre sus hombros que le impedía saltar de la cama e
ir corriendo feliz hasta el césped para saludar al sol. Le daba pena
que su padre no viese ese peso, porque si lo hubiera visto, seguro
que se lo hubiera podido quitar.
La niña, como todas
las niñas, veía a su padre como a un dios, un dios omnisapiente,
omnipotente y perfecto. Jamás culpó a su padre por no ver el peso
que tenía que aguantar ella y que le impedía correr y cantar por la
casa. Incluso aceptaba que su padre la llamara perezosa y le echara
la culpa del cansancio de su madre, que siempre estaba cansada. La
niña, como todos los niños, aparte de que necesitaba a su
padre para sobrevivir, adoraba su papá y estaba dispuesta a hacer
cualquier cosa por él, incluso morir si fuera necesario. Por eso,
nunca protestó cuando su padre le echaba encima la culpa de todo.
Tomaba la culpa que le echaba y la ponía en sus hombros, encima de
lo que ya llevaba. A veces el peso era tan grande que la niña no se
podía levantar. Se quedaba en la cama hasta muy tarde, preguntando a
Dios por qué le había regalado tanto peso a ella. Podía oír a sus
vecinos jugando y riéndose en la calle y deseaba juntarse con ellos,
pero no podía. El peso no la dejaba. Sus padres la necesitaban y
decían que primero había que cumplir con las tareas de la casa y
del negocio, que nunca se acababan. No había tiempo para jugar, sólo
para trabajar.
No había tiempo para
jugar, sólo para trabajar.
A la niña le tocaba
parte del trabajo. Sin embargo, no se trataba de compartir las
tareas. Se trataba de compartir una culpa heredada que lo hacía todo
pesado porque algo no se había hecho bien y tenían que pagar todos.
Ya nadie sabía qué era lo que se había hecho mal, sin embargo,
todos estaban dispuestos a pagar, a llevar la culpa encima de sus
hombros, a bajar la cabeza y a sufrir todos los días del año. La
niña, como todos los niños, simplemente, hacía como sus padres:
bajaba la cabeza y sufría todos los días del año.
Este texto forma parte de Viaje en blanco y azul